La atmósfera, más concretamente la próxima troposfera,
es el hábitat de las mariconas místicas,
que fluctúan entre el cielo y al tierra levitando como
arcángeles insustanciales sin encontrar su sitio. Pasan de
forma ininterrumpida por una inacabable metamorfosis,
tratando de suavizar sus rasgos inicialmente masculinos,
que de forma paulatina se van afeminando y finalmente
se pierden engullidos por ese aspecto asexuado de
memos traslucidos al borde del éxtasis. Son seres
semietereos siempre próximos a la transfiguración que
atrapados en la inopia deambulan enajenados,
negándose a un olvido sacrílego.
En la zona baja del sórdido entramado arbóreo,
comparten nicho ecológico con los micos aulladores,
las mariconas parlantes, estas cotorras practican su
verborrea fácil e hiriente a diario, sacando a relucir
los trapos sucios del famoseo sin ninguna compasión.
Es esta una canalla irreverente y malévola que
micciona sobre los sentimientos de la gente poniendo
al límite la paciencia del más cauto. Disfrazados
de periodistas, hablan, proclaman, inventan,
difaman y manipulan la información a su antojo,
hurgando en los entresijos de la privacidad,
extendiendo el hedor del cotilleo a horizontes
ilimitados, volcando sus frustraciones y su
falta de talento, en el despiece ético y estético del
sustrato que metabolizan. Carroñeros de vuelo
bajo que apestan por su insolencia y su procacidad,
pretenciosos que se creen coronados por la
lucidez de los sabios.
Patéticos quejicosos que medran en la
polvareda de la desinformación y súcubos que
vierten el vómito de la maledicencia, incitando a
la puja en esta subasta de excentricidades.
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